Por: Juan David Quiceno, Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra. Docente del Departamento de Humanidades de la Universidad Católica San Pablo.
En estos días que uno revisa las redes sociales es imposible no toparse con una cantidad de expertos en política, opinólogos y activistas sociales. Me gustaría referirme un poco a este asunto, aunque quizá no puedo extenderme mucho y tendré que renunciar a largos razonamientos que harían mi pensamiento un poco menos ideológico. Lo que pasa es que creo que quizá el lector no esté con muchas ganas de leer largo o quizá prefiera un video o un meme que les resuma en un chiste la situación política y les evite la fatiga.
A todas luces es evidente que todos conocen bien la Republica de Platón, que todos han leído la Política de Aristóteles o cualquier otro libro importante de autores que han marcado la teoría política de los últimos milenios. Sería insulso preguntar porque es claro que todos saben la diferencia entre San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Maquiavelo, Mills, Locke, Hobbes, Spinoza, Kant, Hegel, Montesquieu y Marx. Ah, seguro que por ahí no han leído tanto de teoría política, pero quizá más de práxis política, por eso prefieren a Proudhon, Hannah Arendt, Chomsky, Gramsci o cualquier otro contemporáneo que expresa bien el tipo de sociedad que queremos ser y el modo de ejecutarla. Seguro que tampoco importa si es de izquierda, derecha, centro, de arriba, de abajo o quizá sólo anarquista. Al final, todos sabemos de todo y, lo mejor, es que uno puede llegar a matarse con su propio hermano por esa misma ciencia probada o “verdad” que decimos defender.
En las redes sociales todos son expertos de historia. Todos saben con exactitud lo que ha pasado en los últimos siglos y, obviamente, nadie desconfía de las interpretaciones. Es obvio que las redes presentan el marco completo de la realidad, que la porción de virtualidad que vemos, representa perfectamente la opinión de los que saben y de los que no.
Todos ya han entendido que estos últimos párrafos son una gran ironía. Espero que nadie se haya ofendido, aunque en este tiempo parece difícil no causar heridas con la lengua. Mi intención es sólo quizá que seamos un poco más críticos consigo mismos y que reconozcamos que quizá sabemos menos de lo que pensamos, aunque seamos expertos de nuestras necesidades. No sé a ustedes, pero a mí me empieza a cansar un poco tanta polarización, tanta manipulación y tan pocas verdades. Por eso, quiero compartirles algunos razonamientos, que espero que no se ahoguen entre tanta ideología.
En primer lugar, los políticos no son mesías. Todo aquel que crea que un político contemporáneo es el salvador del pueblo (sean ricos, pobres o acomodados) está siendo engañado. Todo el que espera la redención de sus miserias de una fuerza política me parece que está equivocado. Por eso, pelearse no es la solución. La división sólo encumbra más el falso mesianismo. La solución no proviene ni de la ideología de turno (que es parcialidad y abstracción de la realidad) ni de la iniciativa de unos pocos. No basta con legislar derechos o construir hospitales. Eso es importante, pero, sin el compromiso de la sociedad, sin gestión del talento, sin personas éticamente formadas y profesionalmente competentes, todas esas promesas no tienen más realidad que el ladrido de un perro o el cantar de un pájaro. Serán nuevos huesos de elefantes que engrosarán nuestra lista de desperdicios.
En segundo lugar, basta del discurso de la corrupción que apunta el dedo y no asume la propia responsabilidad. Claro, quien comete un acto de corrupción es responsable por lo que ha hecho. Sin embargo, uno se ríe de sólo pensar que el discurso anti-corrupción que todos repiten como cotorras, hace pensar que los corruptos vienen de Venus, de Marte o de la “cercana” galaxia de Andrómeda. Los políticos son personas que nos encontramos en la calle, es tu tío, mi abuelo, tu padre o mi hermano. La corrupción es del corazón humano. Si los políticos son corruptos es porque hemos construido una cultura de la corrupción, porque vivimos de espalda a los valores morales y no queremos cumplir ley. En otras palabras, porque evades tus impuestos sin vergüenza, porque cruzas el semáforo en rojo y sacas el dedo medio si te lo reclaman, porque no respetas el tiempo del otro y eres impuntual, porque si un amigo te puede hacer el favor, evitas la cola, porque ensucias la calle, el transporte o el río dado que no es de nadie o nadie te ve. La lista podría ser infinita, pero creo que el punto está claro. Sin valores, la ley es un chiste salvo que haya represión, pero la tiranía es justo lo que queremos evitar. Por ello, es bastante difícil construir un país con cañerías corroídas, con cables de segunda mano y con más arena que cemento. Es evidente que sin responsabilidad personal viviremos en ruinas sociales.
En tercer lugar, basta de la polarización ricos y pobres. Estos discursos sólo generan división, odio y descontento. Ser pobre no es un pecado, tener dinero tampoco. Salvo que sea engañando al otro, el dinero no nos hace malos y menos cuando es fruto de la honestidad del trabajo. La dignidad no se mide de una manera tan burda, es más, no se mide, solo se tiene. El pobre y el rico tienen las mismas necesidades como seres humanos. Las injusticias sociales, cuando las hay, no se solucionan ni generando odio ni acallando la conciencia con tres criterios progresistas de igualdad. Los países suelen tener necesidades urgentes y también proyectos a mediano y largo plazo dependiendo del bien que se propongan conseguir. Lo que resulta triste de estas divisiones es que ni permiten que el bien se alcance y siguen destruyendo la fuerza motora de cualquier sociedad que sigue siendo los que trabajan, los que honestamente pagan impuestos, los que respetan la ley y quieren construir una sociedad para sus hijos y nietos con las mejores condiciones posibles de vida.
Por último, el sistema republicano y democrático en el que hemos “elegido” vivir tiene sus reglas de juego. Una de ellas es que el voto es fruto del discernimiento y la libertad de la conciencia para deliberar. No debería haber coacción externa ni interna para emitir el voto. Algo que en nuestro tiempo resulta difícil garantizar. Sin embargo, esa libertad de conciencia supone responsabilidad por mi acto. Cuando se vota, incluso por lo que se denomina mal menor, tengo que hacerme cargo, tengo que rendir y pedir cuentas. No existe el voto por alguien que no me representa. Esa ley de los indiferentes solo destruye la polis y permite el nacimiento de los “olvidados”. Cuando se vota, entonces, existe el me hago cargo de mi país, me hago responsable por mi voto y me hago responsable de quien asume el poder. Esa responsabilidad es la misma que nos hace asumir las consecuencias. Si votas mal, sufres con tu gente y con tu país. No te vas y no te sacas la responsabilidad. Si votas bien, gozas del bien con tu pueblo y con la prosperidad de la tierra que te vio nacer.
Nos podemos seguir riendo con la creatividad de los memes, pero son sólo eso, buenos chistes. La realidad implica que dejemos de pensar con reducciones tan pobres, que nos eduquemos para dejar de ser vulnerables a la ideología y que elijamos la vía de los verdaderos valores humanos, que, aunque más ardua, probablemente sea la más justa para la vida juntos.
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