Por: Jorge Martínez, filósofo y docente del Departamento de Humanidades de la Universidad Católica San Pablo.
El domingo 22 de mayo de 1960 a las 3:11 pm, se produjo en el sur de Chile el más devastador terremoto del que la humanidad tenga registros. Alcanzó los 9.5 grados en la escala Richter y fue percibido en muchas partes del mundo. Fueron diez minutos eternos en una extensión costera de 1300 km. Luego vino el maremoto. Las aguas golpearon a 150 km por hora. Kai Kai, la serpiente marina, arrasó con todo lo que halló a su paso. Los coletazos de la enloquecida serpiente llegaron a Hawaii y a las costas de Japón. Las fuertes réplicas se sintieron por lo menos hasta el 6 de junio de ese año. La naturaleza estuvo, definitivamente, fuera de quicio.
La machi (chamán) mapuche Juana Namuncura Añén decidió que la Madre Naturaleza estaba profundamente enojada por los pecados de los hombres, y que no bastaría un sacrificio animal para calmar su furia. Era necesario sacrificar a un ser humano que reuniera el requisito de la pureza. Ese no podía ser otro que un niño. Así, José Luis Painecur, su edad no se sabe con certeza, tal vez entre 5 y 7 años, fue la víctima. La machi visitó al abuelo de José Luis, quien sin reparo alguno lo entregó. Su madre era mucama en Santiago, y de su padre nada se sabía.
Hasta hoy tampoco se sabe si José Luis fue arrojado vivo a las aguas desde el cerro Mesa, que tiene un precipicio sobre el mar, o fue muerto a golpes y después abierto en canal para extraerle el corazón y las demás vísceras, que serían arrojadas al Pacífico.
Un par de meses después, dos antropólogos de la Universidad de Chile llegaron a la zona sospechando de un sacrificio humano. Las rápidas investigaciones y allanamientos efectuados por la policía lo confirmaron. La machi fue a juicio. Allí afirmó: “Para un gran mal se emplea un remedio muy grande. ¡Animales son muy poca cosa! (…) Los cataclismos son castigos por los pecados de la gente (…). Los sacrificios de animales pueden aliviar los terremotos (…), pero ahora los pecados son demasiado grandes para pagarlos con sacrificios normales”.
Pese a todo, la justicia la absolvió a ella, al abuelo y a otra persona más que colaboró en la entrega del niño y en su posterior sacrificio. El argumento fue que los involucrados habían “actuado sin libre voluntad, impulsados por una fuerza física irresistible, de usanza ancestral”. Esa fue la interpretación que, para el caso, se hizo del art. 10, n° 9 del Código Penal chileno, donde se establece que “queda exento de responsabilidad penal el que obra violentado por una fuerza irresistible o impulsado por un miedo insuperable”. Hasta aquí los hechos.
¿Acaso evaluar a las culturas es una opción prohibida? ¿Debe aceptarse un sacrificio humano sólo porque pertenece a los usos de una cultura ancestral y originaria? Los mapuches en el sur de Chile aparentemente ya no hacen esas cosas. Algunos dirán que hacen peores, como incendiar cabañas y casas con la gente adentro, aun cuando algunos afirman que los culpables usan disfraces de mapuches. En todo caso, hasta ahora los verdaderos mapuches no han repudiado estas aberraciones.
Por otra parte, tenemos el regreso de los talibanes en Afganistán, con su esperable repertorio de violencia contra las mujeres, por no mencionar la aplicación de la Sharí’a en Sudán, Irán y Arabia Saudita, por ejemplo. Todavía se practica la ablación del clítoris en algunos países musulmanes. En esas condiciones, ¿no es legítimo preguntarnos si hay límites en el respeto hacia esas culturas?
Una cosa es “la” cultura y otra muy distinta son sus modulaciones históricas. Y no está mal preguntarnos si tal o cual cultura, solo por el hecho de ser ancestral, ya se ganó su derecho a ser incuestionable. Debiéramos pensar en algún criterio supracultural que nos permita discernir la aceptabilidad de algunas prácticas. Si nos oponemos a los sacrificios humanos, o al estatuto de la mujer de los talibanes, no podríamos hacerlo desde otra cultura, sino desde la respuesta a ciertas preguntas fundamentales.
Las culturas no son realidades estáticas. Responden a una natural historicidad humana, pero así como hay una historicidad, un devenir en el tiempo, hay algo que no cambia: la humana dignidad que subyace a cualquiera de sus modulaciones culturales. Esa dignidad ha de expresarse, entre otras cosas, en la reverencia a la vida misma y a su integridad, que es, desde un punto de vista no religioso, un regalo venido de ninguna parte, ya que nadie pidió venir al mundo. Hay un deber de gratitud por eso, que se infringe cuando la vida no es honrada.
No todas las culturas valen lo mismo y no debemos temer juzgarlas, incluso la nuestra, que también muestra peligrosas fisuras en el respeto a la vida, especialmente de los más débiles. No nos asiste el derecho de escandalizarnos por los sacrificios humanos, o por la práctica de la mutilación genital femenina, cuando nosotros aprobamos por la vía legal el aborto o la eutanasia.
Así entonces, esta o aquella cultura es defendible cuando constituye, realmente, una posibilidad de florecimiento humano y un himno a la vida. Pero si no lo es, tal vez esa cultura no debiera ser defendida, ni respetada.
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