Las conmemoraciones independentistas de la reciente década en América Latina, además de estimular las emotivas manifestaciones personales y colectivas, están posicionando y vigorizando en el plano de las ideas, dos imágenes que históricamente han estado muy relacionadas: la búsqueda de una común identidad colectiva que permita plantear una solución de unidad y solidaridad plausible para toda la población; y la esperanza y el anhelo de generar bienestar y prosperidad para todos o la mayoría de aquellos que comparten dicha identidad.
La primera fue el fundamento simbólico que sostiene la idea de nación en el proyecto republicano; la segunda, traducida en categorías de progreso y desarrollo (etapas intelectuales sucesivas del proceso modernizador, según el destacado sociólogo chileno Pedro Morandé), sostuvo la utopía del binomio ciencia-técnica que resolvería indefectiblemente sus problemas sociales.
Dichas imágenes —planteadas aquí de manera muy general— fueron concebidas en una relación de íntima dependencia. Así la existencia de una identidad colectiva, haría posible u obstaculizaría el progreso o el atraso de la sociedad; por otro lado, aquel progreso requeriría características culturales muy precisas, provenientes del entorno donde históricamente se gestó.
Dicha relación de mutua implicancia fue objeto de enardecidas discusiones en las élites políticas e intelectuales a lo largo de toda la historia independiente del subcontinente, dejando entrever en ellas, múltiples formulaciones que parecen converger en dos posiciones: la de aquellos que reconocían y valoraban ponderadamente su propia cultura, proyectando desde ella formas originales de bienestar social, y la de aquellos que reconociéndola, inclusive en su fuerte arraigo popular, renegaban de ella y proponían la adhesión a valores foráneos como condición para el progreso social.
Sin duda alguna fue esta última posición, la que ha tenido amplia y mayor vigencia en el pensamiento y en los proyectos sociopolíticos de la dirigencia latinoamericana, salvo breves periodos registrados a mediados del siglo XIX y en las primeras décadas del XX, que algunos han denominado “romanticismo latinoamericano”.
Así pues, dicha dinámica se hace muy evidente en el Perú desde el inicio de su vida republicana en que, a costa del monarquismo constitucional de Moreno y Monteagudo, emerge victorioso el republicanismo ilustrado de Sánchez Carrión y Pérez de Tudela. Sostenían estos últimos —en contra de las consideraciones históricas y sociológicas de los primeros— una vocación natural y universal de los peruanos para asumir las categorías de ciudadanía y de progreso provenientes del mundo ilustrado europeo.
Pasada la segunda mitad de ese mismo siglo, los argumentos positivistas y pragmáticos de destacados médicos, economistas y sociólogos como Carlos Lisson, Luis Carranza, Pedro Emilio Dancuart, Alejandro Garland, Joaquín Capelo, etc., identificarían a la herencia racial y cultural del antiguo régimen, como la principal dificultad para alcanzar el ideal del progreso, proponiendo sobre la base de una filosofía social eugenésica, políticas educativas “civilizadoras” y de inmigración racial europea, genéticamente mejor “dispuesta” que la población originaria y mestiza del país.
Esta posición desplazaba a una generación de nacionalistas ‘románticos’, formada más bien por historiadores, naturalistas, literatos y clérigos, tales como Ricardo Palma, Felipe Pardo y Aliaga, Ignacio Merino, Luis Montero, Bartolomé Herrera, entre otros; los cuales habían intentado esbozar y valorar contornos identitarios de carácter mestizo y criollo para la joven nación.
Unas décadas después, en el marco de un movimiento intelectual de alcance regional —que incluye a figuras relevantes como Rodó, Vasconcelos, Reyes, Henríquez Ureña—, surge una generación de notables pensadores peruanos, entre los que destacan Belaúnde, Mariátegui, Haya de la Torre y Riva Agüero que, desde diferentes vertientes ideológicas, reclamaban el derecho a mantener, en palabras de Morandé, “la propia memoria histórica y cultural de los pueblos”, proyectándose hacia la búsqueda de construcciones sociales coherentes con aquellas.
Después de la segunda mitad del siglo XX, este movimiento perderá vitalidad y vigencia rápidamente frente a la embestida desarrollista —última etapa intelectual de la modernización— impulsada por una tecnocracia estatal que, prescindiendo de cualquier referencia histórico-cultural, convirtió el progreso social en un asunto meramente ingenieril y técnico.
Así pues, en por lo menos dos pares de sus versiones políticas más representativas de nuestra historia —programáticamente muy disimiles, pero similares en sus fundamentos culturales—, la de la restauración oligárquica de Odría o el neoliberalismo fujimorista, por un lado, y la del gobierno estatal-corporativista de Velazco Alvarado o el primer gobierno aprista de Alán García, se implementaron políticas modernizadoras que, más allá de la retórica y los propósitos declarados, hicieron que la cultura y sus valores sirvan a la ideología desarrollista y a los sistemas políticos imperantes en ese entonces.
Los resultados de este largo proceso no podían ser otros que los ya conocidos, un desarrollo perverso que generó ambiguos efectos de bienestar social, acompañado de nocivas consecuencias en el mundo cultural de nuestras poblaciones.
En tiempos más recientes, muchos profetizaban que bajo el influjo de corrientes filosóficas llamadas posmodernas (por su crítica e intento de superación de los ya señalados efectos de la modernidad en la cultura) y su consiguiente modelo societario “democratizante”, las consideraciones culturales e históricas habían retornado al espacio político e intelectual del desarrollo.
Sin embargo, no tardó en ser evidente que dicha propuesta, pretende hacer irrelevante —cuando no innecesaria— la pregunta por la identidad cultural como posibilidad de bienestar colectivo. La identidad se trataría apenas de un constructo social que no tiene otro fundamento sino la voluntad de poder y, por tanto, carente de todo sustento cultural objetivo que otorgue sentido al despliegue histórico de los pueblos.
En esa línea, la mayoría de intelectuales peruanos, maridando nuevamente el marxismo e indigenismos de antaño, se embarcaron en una línea reflexiva que sostiene que el Perú no sería sino un conglomerado, un mosaico de culturas muy disímiles que no tienen más vínculo que el haber resistido simbólicamente las sucesivas dominaciones externas y, por ende, sujetas a relaciones de poder y negociación, ámbito exclusivo de donde pueden obtener beneficios necesariamente sectoriales.
Bajo esta propuesta fragmentaria y artificiosamente llamada pluricultural, se hace patente la imposibilidad de administrar justicia, solidaridad, paz y prosperidad para todos o la mayoría de los miembros de la nación.
Así y de cara a cumplir doscientos años de vida independiente y con una pesada rémora de fracasados proyectos modernos y, por qué no, también postmodernos en las espaldas, nuestras élites intelectuales y políticas siguen proyectándose en el horizonte mediato con los mismos esquemas conceptuales y prácticos del desarrollo acultural y ahistórico.
Cabe hacerse la pregunta, ¿es posible un auténtico desarrollo humano dejando de lado consideraciones culturales serias y consistentemente planteadas? Tal como creemos haberlo esbozado en este brevísimo artículo, la ausencia de una adecuada reflexión y valoración de la cultura en cualquier empresa que busca mejorar las condiciones de vida de los pueblos, termina generando, como lo han llamado algunos teóricos sociales, un “mal desarrollo”.
Desde nuestra perspectiva, creemos que podríamos avanzar más consistentemente en este camino si, recuperando y actualizando el pensamiento de alguno de los “vencidos” en el debate histórico antes reseñado, reconocemos y valoramos adecuadamente que procedemos de una síntesis histórica de culturas, cuyo nervio lo constituyeron inicialmente elementos culturales hispánico-cristianos, articulados en diversos grados, con elementos culturales indígenas, enriquecida posteriormente por el encuentro y asimilación de otros universos culturales migratorios, constituyendo así una original matriz cultural mestiza que requiere replantear su progreso y bienestar social en términos de aquella; una identidad cultural que, como todo universo humano, está necesitada de una constante renovación e iluminación desde los valores permanentes que revelan el misterio de la persona humana.
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